Ana Bidart

Notas Sueltas
7 de Junio al 5 de Julio, 2025

Texto por María Minera

La pintura para Ana Bidart está lejos de ser ese recuadro, tradicionalmente ocupado por objetos y figuras más o menos discernibles. Tampoco es el espacio donde esos objetos y figuras aparecen diluidos. La pintura, para ella, no es, pues, ni figurativa ni abstracta. Y, a la vez, es ambas cosas, pues hay ahí un intento de “figurar”, en el sentido de traer a la existencia ciertas formas, por muy vagas o fluidas que sean, pero también de simplemente ahondar en el color y las posibilidades inagotables de lo informe. Por eso el lienzo le queda chico, porque esta pintura no cabe en el objeto-cuadro, lo desborda por entero y se revela, más bien, como acontecimiento, dada su resistencia a ceñirse al acto de marcar una superficie y, en su lugar, abrirse al ejercicio –una intensa gimnasia doméstica– de vivir a través –y con y desde y entre– la pintura. Desde luego, no es acontecimiento en el sentido de gran suceso, sino de que está aconteciendo en el soporte, sea cual fuere (tela, pared, apagador, manija, repisa, suelo). Es decir, es una pintura en gerundio, pues da la sensación de estar en curso, incluso después de terminada –si es que de esta pintura elusiva y danzante puede decirse que termina en algún punto. Y de ahí que para el espectador sea también pintura-encuentro, pues no es que haya que ir y pararse delante a ejercer una contemplación pasiva, como ocurre con los grandes sucesos, sino que ella sale a nuestro paso y nos salpica la mirada. De hecho, lo que tenemos aquí es una delicada maniobra anti-gran-suceso, que rehúye las formas acabadas, el despliegue de habilidades, las grandes temáticas y los ánimos totalizantes (no es Pollock, pues). Al contrario, es una oda al acontecimiento mínimo, cotidiano y decididamente sutil. Lo que vemos es un cúmulo de gestos minúsculos, guiños apenas, que bien podrían pasar desapercibidos. Lo cual no implica que sean insignificantes, sino que su significado es ese, el de ser entidades levemente pictóricas, que ocurren en la paradójica esquina donde chocan la completa ausencia de intención y la intencionalidad más absoluta. Ser o no ser forma, esa es la cuestión aquí. El arte, como decía Paul Klee, no reproduce lo visible sino que lo constituye. Y eso es muy claro en el trabajo de Ana, que crea una realidad sensible propia, capaz de colonizar el espacio, de la manera más tenue posible; sin aspavientos, un poco como haría el moho. Más que aparecer por aquí o por allá, esta pintura se desarrolla: comienza con algo parecido a una espora microscópica–una primera mancha, una huella tímida–, que germina al entrar en contacto con la superficie, y ya ahí, crece y se reproduce. Como las pinturas rupestres que Ana vio en la Sierra de Capivara, en Brasil, aquí todo parte de un impulso más vital que estético. Estamos frente a trazos que lograron colarse entre los pliegues de la vida misma. En este caso, de manera literal, puesto que estas piezas provienen de las paredes de una habitación en la que Ana vivió por varias semanas. Todas las superficies a su alrededor se volvieron, entonces, susceptibles de recibir pigmento en cualquier instante, y el cuarto se convirtió, así, en un espacio de convivencia ininterrumpida con la pintura. Como ella misma lo explica, las intervenciones están hechas intuitivamente y de manera acumulativa: “el tiempo de producción –nos dice– implica pasar tiempo en el espacio haciendo otras cosas”, por ejemplo, dormir, comer, leer, lavar platos y, en una de esas vueltas, posar la mano sobre el interruptor de la luz, y volverlo azul; después, regresar y añadir una gota de amarillo. El propósito de Ana, ya se ve, no es pintar y, ni siquiera, hacer realmente una obra. Lo suyo es propiciar el crecimiento de manchas de color, que pueblen despreocupadamente el espacio, hasta cruzar, en algún punto, el delgado umbral que separa lo que parecían pequeños accidentes de dibujos en toda regla. Y así es como ella responde a la pregunta acerca de qué es lo mínimo que se necesita para que algo pueda ser considerado, por ejemplo, un mural. Aquí lo vemos: nada más que una pared, una mano y una voluntad de la materia, que insiste en expandirse a la manera de las constelaciones; sólo que aquí las estrellas –esas vaporosas notas sueltas– dependen de cosas mucho más terrenales, como la hora del té.


Ana Bidart (Montevideo, 1985) Artista visual. Vive y trabaja en Mérida, Yucatán. Estudió en la Facultad de Arquitectura Diseño y Urbanismo de la Universidad de la República, Montevideo, Uruguay. Entre sus exposiciones se destacan: Escrituras en presente continuo, Museo Cabañas, Guadalajara, México (2022); Swimming Room en NADA House con Josée Bienvenu Gallery, Nueva York (2021); Casa XII en Proyecto Paralelo, Ciudad de México (2020); Murales para un cubo blanco en Sala de Arte Público Siqueiros, Ciudad de México (2020); Distancia Doble en Espac, Ciudad de México (2019); Cómo te voy a olvidar en Galerie Perrotin, París (2016); 2 beth / 1 bath, nice view en Josée Bienvenu Gallery, Nueva York (2016). Fue becaria del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 2018-19 y beneficiaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Yucatán 2022-23. Ha participado de las residencias Casa Wabi, México, 2016; Flora ars+natura, Colombia, 2018; Kiosko, Bolivia, 2019 y Delfina Foundation; Reino Unido, 2023. Es autora de Un golpe de suerte (2023), un libro de dibujo para niños publicado en México por Piedra Ediciones con el apoyo de Fundación Jumex Arte Contemporáneo. 

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